Era bien entrado el mes de Septiembre
cuando llamó a mi puerta el abogado de la familia. Llevaba desde que
mi abuelo se había mudado a Vigo, llevando el papeleo de las
propiedades de mi familia paterna. Recuerdo que la mirada,
normalmente seria, tenía un tinte de solemnidad que me
intranquilizó. Le invité a pasar. Sentados en la salita me notificó
la mala nueva. Mis tíos y primos, que habían vuelto a la aldea de
mis antepasados para vivir, hacía ya veinte años, habían
fallecido. Yo era el único heredero de la casa y sus terrenos. Se
requería mi presencia allí para arreglar los papeles, y decidir que
hacer con las propiedades comunales, que además de a mi familia,
pertenecían al resto de la aldea. Tenía dos opciones. Mudarme, y
aceptar las responsabilidades que los terrenos comunales traían
consigo. O ceder mi parte, para que se repartiese con el resto de
vecinos.
La propiedad comunal, es algo bastante
habitual en Galicia. Pero yo, criado en la urbe de Vigo, no tenía
intención alguna de mudarme a la pequeña aldea. Mucho menos, por un
pedazo de tierra que traía mas trabajo que beneficio. Aun así, e
impelido por el abogado, tomé un tren rumbo Monforte. Donde
alquilaría un coche con el que internarme en O Courel. Era esa una
de las zonas más recónditas de Galicia, que ya de por sí no tenía
buenas comunicaciones. Estaría, calculaba, una semana en aquel
lugar, donde no hay línea telefónica, ni casi televisión. Donde
debería conseguir un todoterreno, si no quería acabar tirado en
medio de ninguna parte.
Había visitado el lugar algunos
veranos, y tenía mucho cariño a mi tíos y primos. Por lo que
emprendí el viaje con gran tristeza. En un maletín, llevaba el
informe policial que el abogado me había dado, y que yo aún no
había leído. El letrado, no había querido explicarme las
circunstancias de la muerte de mis tíos y mis dos primos pequeños,
yo lo podría leer en el informe. Lo que sí me dijo, fue que mi
primo, el mayor, había desaparecido dos semanas antes. Aunque se
creía que había permanecido en la zona.
Después del transbordo en Ourense, no
vi forma de posponer más la lectura del maldito informe. Solo en el
vagón, saqué la carpetita de cartón rojo. Dentro, grapadas,
estaban las hojas mecanografiadas y selladas por la policía.
Al parecer, hacía dos semanas mis
tíos denunciaron la desaparición de mi primo, de diecinueve años,
en el cuartel de la policía local. Como digo, la zona está en medio
de ninguna parte, y ningún vecino había bajado al chico en su
coche. Esto, unido testimonios de conocidos, que afirmaban haberlo
visto por los montes colindantes, evitaron que la búsqueda se
extendiese. Mis tíos negaron haber tenido una discusión con él.
Más aun, afirmaban que el día que desapareció había sido
perfectamente normal, habiendo comido todos juntos. Hacía mucho que
yo no veía a la familia, así que no podía conjeturar nada.
Continué leyendo. Los problemas de mi
tíos no habían acabado allí. Tenían estos un rebaño de ovejas.
Rebaño que fue victima del lobo, en el lapso posterior a la
desaparición de mi primo. Con tal violencia, que perdieron todas las
ovejas en algo más de una semana. Esto me pareció raro. En primer
lugar, porque no entendía que tenía que ver con su muerte -me niego
a considerar que se suicidasen por la pérdida- y por qué lo incluía
la policía en su informe. Y en segundo lugar, por la naturaleza de
los ataques. Al parecer, las marcas de los lobos eran claramente
reconocibles, mas los cadáveres aparecían a medio devorar, allí
donde habían caído. Como si los animales matasen por diversión en
vez de por alimento. Soy un urbanita, lo reconozco, pero sé que este
no era el comportamiento natural de los lobos. A medida que avanzaba
en el informe, este se me hacía más difícil de leer. Y tuve que
detenerme en un par de ocasiones. El resto de mi familia paterna
había sido encontrada dentro de la casa, muertos de la misma forma
que sus ovejas. Ahora sabía porque la policía había incluido esto
en el informe.
No fue hasta que bajé del tren en
Monforte, que me asaltó a la cabeza otro detalle que no me había
parecido importante cuando lo leí. Los cadáveres, los había
encontrado la policía. Alertados por un vecino que, al no ver
movimiento en la casa se extrañó, y llamó a las fuerzas de
seguridad. Tuvieron que derribar la puerta para entrar, pues se
encontraba atrancada.
La casa estaba completamente cerrada
desde dentro.
Había salido bien temprano de Vigo,
pero aun así ya amenaza el sol con ocultarse cuando llegué a la
aldea. Como suele pasar en estos lugares, se encontraba casi toda la
escasa población en la tasca, que hacía a la vez de supermercado y
farmacia del lugar. Dudo que me reconocieran, pero sabían quien era
yo. Las noticias corren como el fuego en los pueblos. Me esperaba
además, un policía con cara de pocos amigos. Esas horas caían
fuera de su turno, me figuro. Se presentó como el agente García,
estrechándome la mano.
El silencio se acomodó en el lugar,
mientras los contertulios dejaban sus respectivas conversaciones para
arrimar la oreja, sin demasiado disimulo. El agente me acompañaría,
al día siguiente, a ver las propiedades de mi familia. Para que
pudiese decidir, con la máxima celeridad, si se devolverían a la
mancomunidad de montes o me haría cargo de ellas. Además, me
entregó la llave de la casa de mis tíos. Una llave, como la de
todas las casas antiguas, pesada, grande y de
hierro. Acordamos vernos allí a la
mañana siguiente, y el policía se marchó en su todoterreno.
Ya se perdía el ruido del motor
cuando, con la mirada prendida en la gran llave, caí en la cuenta de
que no tenía donde pasar la noche. La casa donde había muerto
macabramente mi familia, no me parecía una opción. Me sacó de mi
ensimismamiento la voz de uno de los vecinos.
-No se que carallo tienes que pensar
chico. Llama a ese policía y dile que no quieres la tierra. Aquí no
se le pierde nada a un niño de ciudad.
Me quedé un poco sorprendido por la
dureza del comentario. Aunque, dentro de mí, algo gritaba dándole
la razón. Sobre todo sabiendo que empezaba a oscurecer, y lo único
que tenía era la fría llave en la mano.
-Deja al chico -me rescató el que
parecía mas joven de ellos, que no bajaba de los cincuenta años-.
Ven, niño.
Me guió con una mano en la espalda,
por un camino a la derecha de la tasca.
-Me acuerdo de ti -continuó-, solías
venir en verano, cuando eras más pequeño. También recuerdo a tu
abuelo. Era diez años mayor que yo, y alguna vez se quedó cuidando
de los pequeños cuando nuestros padres iban al campo. Antes de que
tuviese edad para acompañar a los suyos, claro -reía afablemente al
recordar-. Aunque en aquella época con diez años ya eras mayor para
ir al campo.
De repente se paró. Con un suspiro me
miró y continuó caminando. Yo me pegué a él para no perderme. El
camino estaba cada vez más oscuro, y no estaba seguro de saber
volver si le perdía. En la aldea no hay alumbrado público, ni
electricidad. Sin contar las casas que dispusiesen del lujo de un
generador.
-Yo avisé a la policía. Tu tío solía
ayudarme a reparar mi carro. Pero no se presentó. Ni ese día ni al
siguiente. Cuando la policía tiró la puerta... Mala cosa chico,
mala cosa. Pero no tienes que preocuparte. Se limpió todo. Mañana
podrás ir a verlos al campo santo. Los enterramos enseguida, en
cuanto el forense dejó de meterse donde no lo llamaban. Las ventanas
llevan abiertas desde entonces. La casa está perfectamente
habitable.
Dicho esto se paró, y me dejó
delante de una casa con una puerta de roble macizo. La casa que yo
tan bien recordaba. Me era imposible relacionar aquel lugar, donde
tan buenos veranos había pasado, con el escenario de aquel horrible
suceso. Supongo que eso fue lo único que me permitió entrar de
noche.
Antes de irse el viejo me dio la mano.
-No te tomes a mal la forma en que te
habló Fervenza antes. Él... era amigo del chico, de tu primo el
mayor. Y está convencido de que tus tíos lo echaron de casa. No es
normal que se hubiese marchado tan de repente. Pero yo no creo que
ellos hiciesen eso, querían mucho a tu primo. No te extrañes
tampoco si mañana te mira mal. Digo Fervenza. Sigue diciendo por ahí
que el heredero es el hijo mayor. Aunque no se sepa nada de él desde
hace días.
-¿Cree... cree que mi primo sigue
vivo? -pregunté, asombrado de no haberlo pensado antes- ¿En el
monte?
El viejo se paró y me miró. Tardo
unos segundos en contestar y cuando lo hizo tenia un tono mucho más
serio que antes.
-Escúchame chico. Si sales a buscar en
ese monte, puede que encuentres algo. Pero no será tu primo. Tu
primo se hizo lobo, y los lobos se llevaron a su familia. Déjalos
tranquilos.
Estoy sentado en una cama, supongo que
la de mis tíos. Tengo un pequeño candil que encontré en la cocina.
Ya con luz, me aseguré de que todas las ventanas estuviesen cerradas
y puse la tranca a las puertas, delantera y trasera. Bajé al sótano,
y aún ahora no puedo reprimir un escalofrío al recordar el miedo
abstracto, que me embargó al descender la escalera de madera entre
crujidos.
En el sótano, está el generador de
mis tíos. Sí bien, he decidido no encenderlo. Pues, aunque creo que
está en perfecto estado y hay gasolina, el ruido me intranquiliza.
Además, no quisiera que nada se diese cuenta de que estoy en esta
casa. Trago saliva, ante la posibilidad de que ahí fuera haya algo.
Inevitablemente pienso en mi primo. Decido borrar la imagen de mi
mente y me meto entre las mantas aún vestido. El otoño avanza, y el
viento del norte ya golpea las contraventanas, recordando el frío
del exterior.
Me acurruco en la cama, tratando de
acurrucar también mi mente dentro de las paredes de mi cabeza.
Fracaso estrepitosamente, y empiezo a pensar en los árboles del
bosque. En las aldeas de de O Courel estos abrazan las casas. Rozando
las paredes de piedra con hojas secas a punto de caer. Meciendo las
casas en ulular de búhos, en hojas posándose en el suelo, en
correteo de ratones, en ruido de animales, en pisadas, en pisadas,
en...
Me revuelvo en la cama y echo mano del
candil. Temblando, consigo encenderlo nuevamente. Intento
tranquilizar mi corazón. Pero el titilar de la luz, bailoteando con
las sombras en las frías paredes de piedra, no me lo permiten. Y
noto que tengo miedo hasta de apoyar los pies en el suelo. Es
entonces cuando lo escucho. El aullido del lobo, largo y profundo.
Espero totalmente inmóvil, pero ninguno de sus congéneres le
contesta. Un lobo solitario. Mi imaginación lo ve rondando la casa,
encontrando un resquicio por donde colarse.
Tengo que tranquilizarme, tengo que
hacer algo. No sé de donde saco el valor. Pero consigo calzarme e,
iluminando con el candil, me dirijo al sótano. No pienso estar un
minuto más sin luz eléctrica.
Todo esta en penumbra. Mis ojos,
descubren infinidad de posibles escondites entre los muebles viejos y
cacharros. Alzo el candil, intentando hacer huir las tinieblas
mientras reprimo un escalofrío. En el suelo, algo brilla y refleja
la llama trémula. Es un hilo de agua. Siguiéndolo, llego hasta un
arcón sucio. Levanto la tapa y una vaharada de aire frío golpea mi
cara. El generador debía de tener gasolina cuando la policía limpió
la casa, y continuó suministrando energía hasta agotarla. De otra
forma, el arcón llevaría tiempo descongelado, y la única señal de
ello, es el pequeño reguero de agua que empieza a formarse. Dentro,
varias piezas de carne y verdura esperan para echarse a perder.
Pensar en cosas tan mundanas me relaja y cierro el arcón, dejando el
candil encima. Y las veo.
Rojo sobre mugre, se dibujan en sangre
huellas dactilares, y marcas de garras, que han mellado la superficie
plástica.
Sin poder evitarlo empiezo a
hiperventilar. De repente, vuelve a mi cabeza la frase del informe
policial. Tuvieron que tirar la puerta. Estaba cerrada desde dentro.
Lo que lo hizo, tenía que estar dentro. Me giro de golpe, esperando
encontrar frente a mí una bestia con grandes garras y dientes
afilados. Sólo encuentro sombras cercándome.
Me precipito hacia el generador y, con
manos temblorosas, desenrosco el tapón del depósito y agarro el
bidón de gasolina. Me tiemblan tanto, que el bidón se me escurre,
derramando el combustible y llenando la casa con el eco de la caída.
Se me hiela la sangre. Si eso no sabía que estaba aquí, ahora lo
sabe. Ahogo un grito, cuando me doy cuenta de que la gasolina se
acerca al candil. Justo a tiempo, la agarro y huyo escaleras arriba.
Enredándome en el camino, con sábanas viejas y fardos apilados.
Llego a la cocina y atranco la puerta
del sótano. El miedo me hace atrancar la puerta que da al resto de
la casa y comprobar la tranca de la puerta trasera que sale de ella.
Lo cierto es que no sé si estaré más seguro fuera que dentro. Pero
la casa está un poco alejada del resto de la aldea, sólo de pensar
en caminar a oscuras por en medio de los árboles...
Enciendo todas las velas que encuentro
y busco madera para encender la lareira. Me siento en un taburete
intentando no temblar demasiado. ¿Cómo he acabado así?
Algo choca contra la puerta de fuera y
yo me levanto de un salto. Le siguen una serie de golpes, más suaves
pero más apremiantes.
-Primo, ábreme primo. Por favor.
Me quedo inmovilizado en medio de la
cocina. ¿Puede ser mi primo desaparecido?
-Primo, por favor, primo -la voz suena
asustada y temblorosa.
De pronto, la posibilidad de no estar
solo allí puede con mi miedo y me planto frete a la puerta. Quito la
tranca y, despacio, la abro.
Tiene un aspecto horrible. La ropa,
ajada y descuidada, está llena de barro y manchas resecas. Tiene
hierba y trozos de hoja prendidos en pelo y barba. La piel amarilla,
acartonada, y los ojos inyectados en sangre.
-Muero de hambre primo.
Le hago pasar y busco algo con que
prepararle un caldo en la lareira,
ya encendida. El espera sentado en el taburete, encogido y temblando.
-Yo no quería, primo -me dice sin
levantar la mirada-. No fue mi culpa -empieza a sollozar y yo me
quedo plantado mirándolo-. Él... él me dijo que no me faltaría
carne, aunque tuviese que ir con los lobos. Que él siempre me daría
carne.
Lo miro sin comprender y mis labios
forman un mudo, ¿quién?
-Padre, él me lo dijo. A mi siempre me
ha gustado mucho la carne. Y ese día mama no la había descongelado.
Yo pedí carne y no había. No me pudieron dar carne. Esa misma noche
me desperté en medio del bosque, en medio de los lobos. Yo mismo era
lobo.
Ahora sí me mira. Hay pena en sus
ojos, pero no locura. Yo no puedo ni moverme. Mi cabeza se ve
bombardeada por todas las antiguas leyendas que me contaba mi abuelo
sobre los lobos da xente.
Aquellos que por un mal fado,
obrado normalmente sin querer por un ser querido, se transformaban en
lobos y siembran el caos en la comarca. Él sigue con la vista
clavada en la mía y continua.
-Carne. Tienes que
ayudarme primo. Tienes que darme carne para romper el mal fado.
-Si sólo tienes
que comer carne...
-No. Ya lo intenté.
Probé la carne de cada una de nuestras ovejas. Y cuando entendí que
no servía, probé... otra carne.- Se le endurece la voz, y ahora sí
puedo ver las chispas de locura, y distinguir la sangre en sus ropas.
Me envaro y lo
miro, horrorizado.
-Tienes que
dármela. Voluntariamente -se acerca despacio-. O no se romperá. Por
favor -empieza a llorar, temblando todo su cuerpo. No deja de
acercarse.
-Fuera. Te la daré
fuera -consigo susurrar entre la tensión de mis mandíbulas.
Sale,
eternizándose en cada paso. En cuanto ha cruzado el umbral me
abalanzo sobre la puerta y la atranco.
-¡Nooo! -grita, y
su grito se transforma en un aullido- Primo, no. Ayúdame, ayúdame
por favor. Yo no quería primo. Ayúdame -solloza y se entrecorta al
hablar, arañando la puerta-. Carne primo. Ayúdame o mátame
-suplica, y sus lloros se transforman en un gañido animal.
Desesperado, y sin
poder aguantar escuchar al que fue mi primo en este estado. Bajo al
sótano y agarro un trozo de carne medio congelada del arcón. Al
llegar arriba, doy un golpe en la puerta y escucho como se arrastra
lejos de ella. La abro con cuidado y le enseño la carne. Me agacho
para dejársela en el suelo. Pero el ser que tengo ante mi, ya
convertido en lobo, gime y se revuelve. Quiere que se la dé de mi
mano.
Salgo, temblando,
de la casa. Con la carne helada en las manos. El lobo está a cuatro
metros. Pelo sucio y erizado, terriblemente delgado. Me acerco, y
cuando estoy a tres metros de la puerta, y a uno del animal, me fijo
en sus ojos, llenos de inteligencia y desesperación. Recuerdo el
arcón. Con marcas de garras y manos. Como hombre, pudo abrirlo. Pero
no toco la carne. No podía comer la carne congelada. Sus ojos no
miran el pedazo de mis manos. Mira mi garganta palpitante. Me doy
cuenta, demasiado tarde, de que carne le estoy ofreciendo.
Fuego Helado