viernes, 19 de julio de 2013

Carne

Era bien entrado el mes de Septiembre cuando llamó a mi puerta el abogado de la familia. Llevaba desde que mi abuelo se había mudado a Vigo, llevando el papeleo de las propiedades de mi familia paterna. Recuerdo que la mirada, normalmente seria, tenía un tinte de solemnidad que me intranquilizó. Le invité a pasar. Sentados en la salita me notificó la mala nueva. Mis tíos y primos, que habían vuelto a la aldea de mis antepasados para vivir, hacía ya veinte años, habían fallecido. Yo era el único heredero de la casa y sus terrenos. Se requería mi presencia allí para arreglar los papeles, y decidir que hacer con las propiedades comunales, que además de a mi familia, pertenecían al resto de la aldea. Tenía dos opciones. Mudarme, y aceptar las responsabilidades que los terrenos comunales traían consigo. O ceder mi parte, para que se repartiese con el resto de vecinos.
La propiedad comunal, es algo bastante habitual en Galicia. Pero yo, criado en la urbe de Vigo, no tenía intención alguna de mudarme a la pequeña aldea. Mucho menos, por un pedazo de tierra que traía mas trabajo que beneficio. Aun así, e impelido por el abogado, tomé un tren rumbo Monforte. Donde alquilaría un coche con el que internarme en O Courel. Era esa una de las zonas más recónditas de Galicia, que ya de por sí no tenía buenas comunicaciones. Estaría, calculaba, una semana en aquel lugar, donde no hay línea telefónica, ni casi televisión. Donde debería conseguir un todoterreno, si no quería acabar tirado en medio de ninguna parte.
Había visitado el lugar algunos veranos, y tenía mucho cariño a mi tíos y primos. Por lo que emprendí el viaje con gran tristeza. En un maletín, llevaba el informe policial que el abogado me había dado, y que yo aún no había leído. El letrado, no había querido explicarme las circunstancias de la muerte de mis tíos y mis dos primos pequeños, yo lo podría leer en el informe. Lo que sí me dijo, fue que mi primo, el mayor, había desaparecido dos semanas antes. Aunque se creía que había permanecido en la zona.
Después del transbordo en Ourense, no vi forma de posponer más la lectura del maldito informe. Solo en el vagón, saqué la carpetita de cartón rojo. Dentro, grapadas, estaban las hojas mecanografiadas y selladas por la policía.
Al parecer, hacía dos semanas mis tíos denunciaron la desaparición de mi primo, de diecinueve años, en el cuartel de la policía local. Como digo, la zona está en medio de ninguna parte, y ningún vecino había bajado al chico en su coche. Esto, unido testimonios de conocidos, que afirmaban haberlo visto por los montes colindantes, evitaron que la búsqueda se extendiese. Mis tíos negaron haber tenido una discusión con él. Más aun, afirmaban que el día que desapareció había sido perfectamente normal, habiendo comido todos juntos. Hacía mucho que yo no veía a la familia, así que no podía conjeturar nada.
Continué leyendo. Los problemas de mi tíos no habían acabado allí. Tenían estos un rebaño de ovejas. Rebaño que fue victima del lobo, en el lapso posterior a la desaparición de mi primo. Con tal violencia, que perdieron todas las ovejas en algo más de una semana. Esto me pareció raro. En primer lugar, porque no entendía que tenía que ver con su muerte -me niego a considerar que se suicidasen por la pérdida- y por qué lo incluía la policía en su informe. Y en segundo lugar, por la naturaleza de los ataques. Al parecer, las marcas de los lobos eran claramente reconocibles, mas los cadáveres aparecían a medio devorar, allí donde habían caído. Como si los animales matasen por diversión en vez de por alimento. Soy un urbanita, lo reconozco, pero sé que este no era el comportamiento natural de los lobos. A medida que avanzaba en el informe, este se me hacía más difícil de leer. Y tuve que detenerme en un par de ocasiones. El resto de mi familia paterna había sido encontrada dentro de la casa, muertos de la misma forma que sus ovejas. Ahora sabía porque la policía había incluido esto en el informe.
No fue hasta que bajé del tren en Monforte, que me asaltó a la cabeza otro detalle que no me había parecido importante cuando lo leí. Los cadáveres, los había encontrado la policía. Alertados por un vecino que, al no ver movimiento en la casa se extrañó, y llamó a las fuerzas de seguridad. Tuvieron que derribar la puerta para entrar, pues se encontraba atrancada.
La casa estaba completamente cerrada desde dentro.
Había salido bien temprano de Vigo, pero aun así ya amenaza el sol con ocultarse cuando llegué a la aldea. Como suele pasar en estos lugares, se encontraba casi toda la escasa población en la tasca, que hacía a la vez de supermercado y farmacia del lugar. Dudo que me reconocieran, pero sabían quien era yo. Las noticias corren como el fuego en los pueblos. Me esperaba además, un policía con cara de pocos amigos. Esas horas caían fuera de su turno, me figuro. Se presentó como el agente García, estrechándome la mano.
El silencio se acomodó en el lugar, mientras los contertulios dejaban sus respectivas conversaciones para arrimar la oreja, sin demasiado disimulo. El agente me acompañaría, al día siguiente, a ver las propiedades de mi familia. Para que pudiese decidir, con la máxima celeridad, si se devolverían a la mancomunidad de montes o me haría cargo de ellas. Además, me entregó la llave de la casa de mis tíos. Una llave, como la de todas las casas antiguas, pesada, grande y de
hierro. Acordamos vernos allí a la mañana siguiente, y el policía se marchó en su todoterreno.
Ya se perdía el ruido del motor cuando, con la mirada prendida en la gran llave, caí en la cuenta de que no tenía donde pasar la noche. La casa donde había muerto macabramente mi familia, no me parecía una opción. Me sacó de mi ensimismamiento la voz de uno de los vecinos.
-No se que carallo tienes que pensar chico. Llama a ese policía y dile que no quieres la tierra. Aquí no se le pierde nada a un niño de ciudad.
Me quedé un poco sorprendido por la dureza del comentario. Aunque, dentro de mí, algo gritaba dándole la razón. Sobre todo sabiendo que empezaba a oscurecer, y lo único que tenía era la fría llave en la mano.
-Deja al chico -me rescató el que parecía mas joven de ellos, que no bajaba de los cincuenta años-. Ven, niño.
Me guió con una mano en la espalda, por un camino a la derecha de la tasca.
-Me acuerdo de ti -continuó-, solías venir en verano, cuando eras más pequeño. También recuerdo a tu abuelo. Era diez años mayor que yo, y alguna vez se quedó cuidando de los pequeños cuando nuestros padres iban al campo. Antes de que tuviese edad para acompañar a los suyos, claro -reía afablemente al recordar-. Aunque en aquella época con diez años ya eras mayor para ir al campo.
De repente se paró. Con un suspiro me miró y continuó caminando. Yo me pegué a él para no perderme. El camino estaba cada vez más oscuro, y no estaba seguro de saber volver si le perdía. En la aldea no hay alumbrado público, ni electricidad. Sin contar las casas que dispusiesen del lujo de un generador.
-Yo avisé a la policía. Tu tío solía ayudarme a reparar mi carro. Pero no se presentó. Ni ese día ni al siguiente. Cuando la policía tiró la puerta... Mala cosa chico, mala cosa. Pero no tienes que preocuparte. Se limpió todo. Mañana podrás ir a verlos al campo santo. Los enterramos enseguida, en cuanto el forense dejó de meterse donde no lo llamaban. Las ventanas llevan abiertas desde entonces. La casa está perfectamente habitable.
Dicho esto se paró, y me dejó delante de una casa con una puerta de roble macizo. La casa que yo tan bien recordaba. Me era imposible relacionar aquel lugar, donde tan buenos veranos había pasado, con el escenario de aquel horrible suceso. Supongo que eso fue lo único que me permitió entrar de noche.
Antes de irse el viejo me dio la mano.
-No te tomes a mal la forma en que te habló Fervenza antes. Él... era amigo del chico, de tu primo el mayor. Y está convencido de que tus tíos lo echaron de casa. No es normal que se hubiese marchado tan de repente. Pero yo no creo que ellos hiciesen eso, querían mucho a tu primo. No te extrañes tampoco si mañana te mira mal. Digo Fervenza. Sigue diciendo por ahí que el heredero es el hijo mayor. Aunque no se sepa nada de él desde hace días.
-¿Cree... cree que mi primo sigue vivo? -pregunté, asombrado de no haberlo pensado antes- ¿En el monte?
El viejo se paró y me miró. Tardo unos segundos en contestar y cuando lo hizo tenia un tono mucho más serio que antes.
-Escúchame chico. Si sales a buscar en ese monte, puede que encuentres algo. Pero no será tu primo. Tu primo se hizo lobo, y los lobos se llevaron a su familia. Déjalos tranquilos.
Estoy sentado en una cama, supongo que la de mis tíos. Tengo un pequeño candil que encontré en la cocina. Ya con luz, me aseguré de que todas las ventanas estuviesen cerradas y puse la tranca a las puertas, delantera y trasera. Bajé al sótano, y aún ahora no puedo reprimir un escalofrío al recordar el miedo abstracto, que me embargó al descender la escalera de madera entre crujidos.
En el sótano, está el generador de mis tíos. Sí bien, he decidido no encenderlo. Pues, aunque creo que está en perfecto estado y hay gasolina, el ruido me intranquiliza. Además, no quisiera que nada se diese cuenta de que estoy en esta casa. Trago saliva, ante la posibilidad de que ahí fuera haya algo. Inevitablemente pienso en mi primo. Decido borrar la imagen de mi mente y me meto entre las mantas aún vestido. El otoño avanza, y el viento del norte ya golpea las contraventanas, recordando el frío del exterior.
Me acurruco en la cama, tratando de acurrucar también mi mente dentro de las paredes de mi cabeza. Fracaso estrepitosamente, y empiezo a pensar en los árboles del bosque. En las aldeas de de O Courel estos abrazan las casas. Rozando las paredes de piedra con hojas secas a punto de caer. Meciendo las casas en ulular de búhos, en hojas posándose en el suelo, en correteo de ratones, en ruido de animales, en pisadas, en pisadas, en...
Me revuelvo en la cama y echo mano del candil. Temblando, consigo encenderlo nuevamente. Intento tranquilizar mi corazón. Pero el titilar de la luz, bailoteando con las sombras en las frías paredes de piedra, no me lo permiten. Y noto que tengo miedo hasta de apoyar los pies en el suelo. Es entonces cuando lo escucho. El aullido del lobo, largo y profundo. Espero totalmente inmóvil, pero ninguno de sus congéneres le contesta. Un lobo solitario. Mi imaginación lo ve rondando la casa, encontrando un resquicio por donde colarse.
Tengo que tranquilizarme, tengo que hacer algo. No sé de donde saco el valor. Pero consigo calzarme e, iluminando con el candil, me dirijo al sótano. No pienso estar un minuto más sin luz eléctrica.
Todo esta en penumbra. Mis ojos, descubren infinidad de posibles escondites entre los muebles viejos y cacharros. Alzo el candil, intentando hacer huir las tinieblas mientras reprimo un escalofrío. En el suelo, algo brilla y refleja la llama trémula. Es un hilo de agua. Siguiéndolo, llego hasta un arcón sucio. Levanto la tapa y una vaharada de aire frío golpea mi cara. El generador debía de tener gasolina cuando la policía limpió la casa, y continuó suministrando energía hasta agotarla. De otra forma, el arcón llevaría tiempo descongelado, y la única señal de ello, es el pequeño reguero de agua que empieza a formarse. Dentro, varias piezas de carne y verdura esperan para echarse a perder. Pensar en cosas tan mundanas me relaja y cierro el arcón, dejando el candil encima. Y las veo.
Rojo sobre mugre, se dibujan en sangre huellas dactilares, y marcas de garras, que han mellado la superficie plástica.
Sin poder evitarlo empiezo a hiperventilar. De repente, vuelve a mi cabeza la frase del informe policial. Tuvieron que tirar la puerta. Estaba cerrada desde dentro. Lo que lo hizo, tenía que estar dentro. Me giro de golpe, esperando encontrar frente a mí una bestia con grandes garras y dientes afilados. Sólo encuentro sombras cercándome.
Me precipito hacia el generador y, con manos temblorosas, desenrosco el tapón del depósito y agarro el bidón de gasolina. Me tiemblan tanto, que el bidón se me escurre, derramando el combustible y llenando la casa con el eco de la caída. Se me hiela la sangre. Si eso no sabía que estaba aquí, ahora lo sabe. Ahogo un grito, cuando me doy cuenta de que la gasolina se acerca al candil. Justo a tiempo, la agarro y huyo escaleras arriba. Enredándome en el camino, con sábanas viejas y fardos apilados.
Llego a la cocina y atranco la puerta del sótano. El miedo me hace atrancar la puerta que da al resto de la casa y comprobar la tranca de la puerta trasera que sale de ella. Lo cierto es que no sé si estaré más seguro fuera que dentro. Pero la casa está un poco alejada del resto de la aldea, sólo de pensar en caminar a oscuras por en medio de los árboles...
Enciendo todas las velas que encuentro y busco madera para encender la lareira. Me siento en un taburete intentando no temblar demasiado. ¿Cómo he acabado así?
Algo choca contra la puerta de fuera y yo me levanto de un salto. Le siguen una serie de golpes, más suaves pero más apremiantes.
-Primo, ábreme primo. Por favor.
Me quedo inmovilizado en medio de la cocina. ¿Puede ser mi primo desaparecido?
-Primo, por favor, primo -la voz suena asustada y temblorosa.
De pronto, la posibilidad de no estar solo allí puede con mi miedo y me planto frete a la puerta. Quito la tranca y, despacio, la abro.
Tiene un aspecto horrible. La ropa, ajada y descuidada, está llena de barro y manchas resecas. Tiene hierba y trozos de hoja prendidos en pelo y barba. La piel amarilla, acartonada, y los ojos inyectados en sangre.
-Muero de hambre primo.
Le hago pasar y busco algo con que prepararle un caldo en la lareira, ya encendida. El espera sentado en el taburete, encogido y temblando.
-Yo no quería, primo -me dice sin levantar la mirada-. No fue mi culpa -empieza a sollozar y yo me quedo plantado mirándolo-. Él... él me dijo que no me faltaría carne, aunque tuviese que ir con los lobos. Que él siempre me daría carne.
Lo miro sin comprender y mis labios forman un mudo, ¿quién?
-Padre, él me lo dijo. A mi siempre me ha gustado mucho la carne. Y ese día mama no la había descongelado. Yo pedí carne y no había. No me pudieron dar carne. Esa misma noche me desperté en medio del bosque, en medio de los lobos. Yo mismo era lobo.
Ahora sí me mira. Hay pena en sus ojos, pero no locura. Yo no puedo ni moverme. Mi cabeza se ve bombardeada por todas las antiguas leyendas que me contaba mi abuelo sobre los lobos da xente. Aquellos que por un mal fado, obrado normalmente sin querer por un ser querido, se transformaban en lobos y siembran el caos en la comarca. Él sigue con la vista clavada en la mía y continua.
-Carne. Tienes que ayudarme primo. Tienes que darme carne para romper el mal fado.
-Si sólo tienes que comer carne...
-No. Ya lo intenté. Probé la carne de cada una de nuestras ovejas. Y cuando entendí que no servía, probé... otra carne.- Se le endurece la voz, y ahora sí puedo ver las chispas de locura, y distinguir la sangre en sus ropas.
Me envaro y lo miro, horrorizado.
-Tienes que dármela. Voluntariamente -se acerca despacio-. O no se romperá. Por favor -empieza a llorar, temblando todo su cuerpo. No deja de acercarse.
-Fuera. Te la daré fuera -consigo susurrar entre la tensión de mis mandíbulas.
Sale, eternizándose en cada paso. En cuanto ha cruzado el umbral me abalanzo sobre la puerta y la atranco.
-¡Nooo! -grita, y su grito se transforma en un aullido- Primo, no. Ayúdame, ayúdame por favor. Yo no quería primo. Ayúdame -solloza y se entrecorta al hablar, arañando la puerta-. Carne primo. Ayúdame o mátame -suplica, y sus lloros se transforman en un gañido animal.
Desesperado, y sin poder aguantar escuchar al que fue mi primo en este estado. Bajo al sótano y agarro un trozo de carne medio congelada del arcón. Al llegar arriba, doy un golpe en la puerta y escucho como se arrastra lejos de ella. La abro con cuidado y le enseño la carne. Me agacho para dejársela en el suelo. Pero el ser que tengo ante mi, ya convertido en lobo, gime y se revuelve. Quiere que se la dé de mi mano.
Salgo, temblando, de la casa. Con la carne helada en las manos. El lobo está a cuatro metros. Pelo sucio y erizado, terriblemente delgado. Me acerco, y cuando estoy a tres metros de la puerta, y a uno del animal, me fijo en sus ojos, llenos de inteligencia y desesperación. Recuerdo el arcón. Con marcas de garras y manos. Como hombre, pudo abrirlo. Pero no toco la carne. No podía comer la carne congelada. Sus ojos no miran el pedazo de mis manos. Mira mi garganta palpitante. Me doy cuenta, demasiado tarde, de que carne le estoy ofreciendo.

Fuego Helado




jueves, 18 de julio de 2013

En el suelo.

Había un hombre muerto en el suelo.
Las ruedas de la carreta levantaban polvo al acercarse.
Era de día como solo puede serlo en los desiertos, donde la claridad impide ver y la calima levanta un cerco de turbidez a los sentidos.
El hombre muerto se movió. Tal vez no estaba muerto. Intentó incorporarse y la carreta se paró. El sol miró expectante, la calima dejó de rielar, los caballos se sosegaron y los matojos permanecieron quietos. El hombre logró levantarse.
El único ocupante del vehículo se bajó. El muerto echó mano de su pistola, pero la funda estaba vacía. Palpó nervioso su sucia ropa, en busca de un milagro, formando una nube de arena y tierra que fue a posarse a sus pies gracias a la inexistente brisa. Dios estaba muy lejos y no le escuchó.
El carretero lo miraba sin prisa, se recolocó el sombrero y escupió al suelo baldío mientras destapaba la funda de su propio revólver, cubierta por el abrigo. Esa no estaba vacía. El arma relucía muerte siendo opaca, en manchas de sangre y pólvora requemada.
Delante de él, el desarmado, sonrió y se encogió de hombros, como si aquello no fuera más que una broma pesada. Una de aquellas que tantas veces se habían gastado.
El armado abrió el tambor y contó las balas, lo cerró. Alzó el puño y apuntó sin disimulo. El muerto pareció sorprenderse y levantó las manos. Suplicó con la mirada.
El carretero mordió su labio inferior y entrecerró los ojos, la mano le temblaba y la vista se le difuminaba. Así era mejor, prefería no ver a que disparaba.
En algún punto cercano, un par de buitres oteaban la lejanía al abrigo de una roca. Alzaron el vuelo, pero no huyeron. Se acercaron planeando, sin prisa, con las largas alas desplegadas y los picos medio abiertos, apuntando en una única dirección, conocían aquel sonido y lo que significaba. Pronto su vuelo se volvería circular.
La mano manchada de pólvora y dura el alma, el hombre que aun quedaba de pie se acercó lentamente, y se agachó junto al otro. Procurando no mancharse, buscó el bolsillo interior del abrigo del yaciente. Sacó de él un saquito pequeño, la tela más nueva en millas, que vertió en su mano. Los diamantes le sonrieron entre brillos. Los devolvió al interior y dejó el saquito en su propio abrigo.
Suspirando, sacó de su pantalón una fotografía gastada. En ella se veía a los dos hombres, el muerto y el vivo, hombro con hombro, sonrientes, mucho tiempo atrás. Volvió a abrir el bolsillo interior del abrigo y metió en él la instantánea, y una lágrima.
Las ruedas de la carreta levantaban polvo al alejarse.

Había un hombre muerto en el suelo.



Para ir abriendo boca ;)

Fuego Helado